CONCLUSIONES DEL ABOGADO GENERAL

SR. MAURICE LAGRANGE

presentadas el 25 de junio de 1964 ( *1 )

Señor Presidente,

Señores Jueces,

La cuestión prejudicial que ha sido sometida al Tribunal de Justicia con arreglo al artículo 177 del Tratado CEE no emana, por esta vez, de un órgano jurisdiccional neerlandés, sino italiano, y no se trata ya de Seguridad Social ni del Reglamento no 3, sino de determinadas disposiciones del Tratado mismo, cuya interpretación se solicita en tales circunstancias que la misma puede incidir en las relaciones constitucionales entre la Comunidad Económica Europea y los Estados miembros de ésta. Con ello queda suficientemente resaltada la importancia de la sentencia que ha de dictarse en este asunto.

Este Tribunal de Justicia conoce los hechos: el Sr. Costa, Abogado de Milán, pretende no estar obligado al pago de una factura por importe de 1.925 LIT por suministro eléctrico que le reclama el Ente Nazionale per l'Energia Eletrica, ENEL. Formuló esa pretensión ante el Juez de Paz, competente en primera y única instancia en razón de la cuantía de la demanda, alegando que la Ley de 6 de diciembre de 1962, por la que fue nacionalizada la industria eléctrica en Italia, era contraria a determinadas disposiciones del Tratado de Roma, a la vez que inconstitucional. A este efecto, solicitó, y obtuvo, la remisión del asunto, con carácter prejudicial, al Tribunal Constitucional de la República Italiana, por una parte, y a este Tribunal de Justicia, por otra, con arreglo al artículo 177 del Tratado.

I. Cuestiones previas

Acerca de la validez del planteamiento de la cuestión prejudicial deben ser resueltas dos cuestiones previas.

A.

La primera consiste en si el Juez de Milán ha planteado realmente a este Tribunal cuestiones relativas a la interpretación del Tratado. En efecto, su resolución, en la parte dispositiva, se limita a aludir a «la alegación de que la Ley de 6 de diciembre de 1962 y los Decretos de la Presidencia para su aplicación […] infringen los artículos 102, 93, 53 y 37 del Tratado» y, en consecuencia, suspende el procedimiento y acuerda «la remisión de una copia testimoniada de las actuaciones al Tribunal de Justicia de la Comunidad Económica Europea en Luxemburgo»

No obstante, la resolución indica en sus fundamentos de Derecho, de manera sumaria, pero precisa, en qué sentido la Ley de Nacionalización puede constituir una infracción de cada uno de los artículos del Tratado CEE de que se trata, y en consecuencia, ser incompatible con el Tratado. Siendo así, nuestra opinión es que el Tribunal de Justicia puede y debe realizar el esfuerzo preciso para identificar en los cuatro problemas así planteados aquello que atañe a la interpretación de las normas de referencia. Este Tribunal ya ha aceptado esa tarea en otros litigios, con el fin de hacer posible que el Juez nacional resuelva dentro de los límites de su competencia, a la vez que permaneciendo en el ámbito de la de este Tribunal, lo que en definitiva es bastante normal, dado que la interpretación abstracta de las normas del Tratado o de los Reglamentos comunitarios siempre se lleva a cabo en relación con el supuesto concreto que es objeto del litigio. Conviene sin embargo -pues es un peligro que comienza a advertirse, a medida que se multiplican los asuntos por la vía del artículo 177- evitar que el Tribunal de Justicia, bajo apariencia de interpretación, sustituya en mayor o menor grado al Juez nacional, quien, no debe olvidarse, es siempre competente para aplicar el Tratado y los Reglamentos comunitarios, incorporados al ordenamiento interno como consecuencia de la ratificación; la delimitación de la frontera entre la interpretación y la aplicación es ciertamente uno de los problemas más delicados que plantea la práctica del artículo 177, tanto más cuando dicha frontera es la de la competencia respectiva de la jurisdicción comunitaria y de las jurisdicciones nacionales, que no puede ser fijada por órgano jurisdiccional alguno en caso de conflicto. Pues bien, es evidente que un conflicto entre el Tribunal de Justicia y los órganos judiciales nacionales superiores es susceptible de perturbar de modo grave el sistema de control jurisdiccional establecido por el Tratado, que descansa en la colaboración necesaria, con frecuencia incluso orgánica, entre ambos órdenes jurisdiccionales.

B.

Ello nos lleva al examen de la segunda cuestión previa, que se relaciona precisamente con las dificultades de orden constitucional que acabamos de aludir.

En sus observaciones, el Gobierno italiano mantiene la inadmisibilidad absoluta de la cuestión que ha planteado el Juez de Milán, porque, a su entender, dicha cuestión no es, como exige el artículo 177, la premisa del silogismo jurídico que debe ser normalmente formulado por dicho Juez para resolver el litigio pendiente ante él. En el litigio de que se trata, el Juez sólo tiene que aplicar una ley interna del Estado italiano, y si no ha lugar a aplicar el Tratado de Roma, tanto menos ha lugar a su interpretación. El Gobierno italiano se manifiesta en los siguientes términos:

«En nuestro caso, el Juez no ha de aplicar disposición alguna del Tratado de Roma, y no puede por tanto tener duda alguna acerca de su interpretación, como claramente prevé el artículo 177 del Tratado; no debe aplicar más que la ley interna (precisamente la relativa al ENEL), que regula la materia de que conoce.»

Por otra parte, continúa el Gobierno italiano, el examen de la eventual violación por un Estado miembro de sus obligaciones comunitarias a través de una Ley interna, sólo puede realizarse por el procedimiento de los artículos 169 y 170 del Tratado, procedimiento en el que no intervienen los particulares, ni siquiera indirectamente:

«[…] las normas legales permanecen vigentes, incluso después de la sentencia del Tribunal de Justicia, hasta que el Estado, en observancia de la obligación general prevista por el artículo 5, adopte las medidas adecuadas para la ejecución de la sentencia».

Acaso bastaría oponer a esta excepción de «inadmisibilidad absoluta»la jurisprudencia de este Tribunal según la cual el Tribunal de Justicia no ha de enjuiciar las consideraciones por las que el Juez nacional ha apreciado que debía someter a este Tribunal una cuestión prejudicial: basta que el Tribunal de Justicia compruebe que se trata efectivamente de una cuestión de las contempladas en el artículo 177, es decir, relativa a la interpretación del Tratado o a la interpretación o validez de un Reglamento comunitario, cuyo conocimiento está atribuido por el artículo 177 al Tribunal de Justicia.

Puede preguntarse, no obstante, si esta jurisprudencia, en sí misma muy prudente y fundada en el perfecto respeto de las competencias de los Jueces nacionales que el Tribunal de Justicia quiere observar, ha de ser aplicada sin límite ni reserva alguna de cualquier clase, por ejemplo, en supuestos en que la cuestión planteada careciera manifiestamente de conexión alguna con el litigio principal: en tal caso, ¿debería el Tribunal de Justicia considerarse obligado a hacer una interpretación abstracta del Tratado, que en dichas circunstancias se revelaría como una toma de posición puramente doctrinal, sin lazo alguno con la solución del litigio, siendo así que dicha interpretación podría tener por objeto cuestiones de gran importancia o que pudieran originar graves conflictos con los órganos jurisdiccionales nacionales? Por ello, con miras a disipar todo equívoco, y en la esperanza de evitar precisamente un conflicto de esa naturaleza, creemos que debemos manifestarnos con la mayor claridad posible sobre las objeciones del Gobierno italiano.

He de rechazar, en primer lugar, la segunda objeción, la que consiste en que la violación del Tratado, resultante de una Ley interna posterior a la entrada en vigor de aquél y contraria al mismo, sólo puede ser objeto del procedimiento por incumplimiento de los Estados miembros regulado por los artículos 169 a 171, procedimiento para el que no están legitimados los particulares, y que permite que continúe vigente la Ley hasta que sea eventualmente derogada a consecuencia de una sentencia del Tribunal de Justicia que declare su incompatibilidad con el Tratado. En efecto, no es ese el problema, sino el de la coexistencia de dos normas jurídicas contrarias entre sí (como supuesto) e igualmente aplicables en el orden interno, una que emana del Tratado o de las Instituciones de la Comunidad, otra de los poderes nacionales: ¿Cuál debe prevalecer en tanto no se ponga fin a la contradicción? Esa es la cuestión.

Sin querer recurrir a concepciones doctrinales, en demasía susceptibles de controversia, acerca de la naturaleza de las Comunidades Europeas, ni tomar partido entre la «Europa federal» y la «Europa de las patrias», o entre lo «supranacional» y lo «internacional», el Juez (es su función) no puede sino considerar el Tratado tal como éste es. Ahora bien -es una simple observación- el Tratado constitutivo de la CEE, como los dos otros Tratados llamados europeos, crea un ordenamiento jurídico propio, distinto del ordenamiento de cada uno de los Estados miembros, pero que reemplaza en parte a este último, según reglas precisas enunciadas por el Tratado mismo, y que consisten en transferencias de competencias en favor de las Instituciones comunes.

Para ceñirme a la cuestión de las normas, está generalmente admitido que el Tratado CEE, aunque en muy menor medida que el Tratado CECA, contiene cierto número de disposiciones que, tanto por su naturaleza como por su objeto, sin directamente aplicables en el orden jurídico interno, en el que aquellas han sido «recibidas» como efecto de la ratificación (fenómeno que por lo demás no es exclusivo de los Tratados europeos). Así es como este Tribunal ha llegado a reconocer ese carácter «self-executing», según la expresión consagrada, al artículo 12 y al artículo 31, precisando que se trataba en esos casos de disposiciones que producen efectos inmediatos y generan derechos individuales que los órganos jurisdiccionales internos deben salvaguardar. En cuanto a las disposiciones que carecen de dicho efecto directo, entran en el ordenamiento jurídico interno de dos maneras diferentes, según que los órganos ejecutivos de la Comunidad (Consejo o Comisión, o, lo más frecuentemente, ambos orgánicamente en asociación, con la intervención del Parlamento Europeo) tengan o no atribuida la potestad de dictar Reglamentos. Cuando no la tienen, se trata de una obligación del Estado miembro que éste cumple ya sea de propia iniciativa, ya sea en ejecución de Recomendaciones o de Directivas emanantes de los órganos ejecutivos, y el Tratado no entra en el ordenamiento jurídico interno sino a través de las medidas de orden interno adoptadas por los órganos competentes del Estado en cuestión. Cuando, por el contrario, se ha atribuido a los órganos ejecutivos comunitarios la potestad de dictar un Reglamento, y hace uso de la misma, la inserción en el ordenamiento jurídico interno tiene lugar de pleno derecho en virtud tan sólo de la publicación del Reglamento: ello se desprende con toda evidencia de las disposiciones relacionadas entre sí del párrafo segundo del artículo 189 y del artículo 191. A tenor del párrafo segundo del artículo 189, «el Reglamento tendrá un alcance general. Será obligatorio en todos sus elementos y directamente aplicable en cada Estado miembro». A tenor del artículo 191, «los Reglamentos se publicarán en el Diario Oficial de la Comunidad. Entrarán en vigor en la fecha que ellos mismos fijen, o a falta de ella, a los veinte días de su publicación».

De esta forma, son directamente aplicables dos categorías de disposiciones:

1)

Las disposiciones del Tratado consideradas como «self-executing».

2)

Las que han sido objeto de Reglamentos de aplicación.

En efecto, ¿cómo imaginar que una disposición del Tratado que haya sido objeto de un Reglamento no entre en el ordenamiento jurídico interno al mismo tiempo que el Reglamento al que presta soporte jurídico? ¿Cómo admitir que otra disposición, que no haya sido acompañada de un Reglamento o de una medida interna de aplicación, en razón precisamente de que aquélla se bastaba a sí misma, no tuviera ese mismo efecto?

Siendo así, es imposible eludir el problema que resulta de la coexistencia, en cada Estado miembro, de dos ordenamientos jurídicos, el interno y el comunitario, cada uno de los cuales se mueve en su propio ámbito de competencia, como tampoco la cuestión de cuál es la sanción de las extralimitaciones de competencia de un ordenamiento respecto al otro.

En cuanto a las extralimitaciones de competencia que fueran obra de las Instituciones de la Comunidad, no existe dificultad: serían sancionadas por el Tribunal de Justicia a través de uno de los procedimientos previstos en el Tratado, tanto en beneficio de los Estados como de los particulares, en especial el recurso de anulación (artículo 173) y la excepción de ilegalidad (artículo 184).

En cuanto a las extralimitaciones que fueran obra de las autoridades nacionales, deben ser igualmente sancionadas, y deben serlo, también, no sólo en interés de los Estados, sino además en el de los particulares, cuando éstos ostentan derechos individuales en virtud del Tratado o de los Reglamentos. Pues bien, como ha recordado el Tribunal de Justicia, los órganos jurisdiccionales internos deben salvaguardar esos derechos.

¿En qué condiciones deberán dichos órganos ejercer su control y, en especial, aplicar las disposiciones self-executing del Tratado, así como los Reglamentos comunitarios legalmente adoptados, cuando existe una disposición interna contraria? Si ésta es anterior a la entrada en vigor del Tratado o a la publicación del Reglamento, las reglas de derogación tácita deben bastar. Las dificultades surgen cuando la norma interna es posterior al Tratado y contraria a una disposición self-executing de éste, o cuando aquélla es contraria a un Reglamento comunitario legalmente adoptado y publicado; en este supuesto, sin embargo, sólo existe verdadera dificultad si la norma interna tiene carácter de acto legislativo, ya que si se trata solamente de un acto administrativo ordinario, o incluso de un Reglamento, el recurso contencioso-administrativo para la anulación, o cuando menos la excepción de ilegalidad (en los países que no admiten plenamente el recurso directo en impugnación de los Reglamentos), deben bastar para paralizar la eficacia del acto interno en favor de la regla comunitaria. Por el contrario, en el supuesto del acto legislativo, se está inevitablemente confrontado con un problema de carácter constitucional.

Este problema, como sabe este Tribunal, está resuelto de manera completamente satisfactoria en los Países Bajos, cuya Constitución, recientemente reformada, confiere expresamente a los Tribunales competencia para estimar la excepción de ilegalidad respecto a las Leyes contrarias a los Tratados internacionales, al menos cuando se trata de disposiciones con carácter self-executing. En el Gran Ducado de Luxemburgo, la jurisprudencia ha consagrado la misma regla. En Francia, la doctrina casi unánime la admite igualmente, con fundamento en el artículo 55 de la actual Constitución, que, al igual que el artículo 28 de la Constitución de 1946, proclama la preeminencia de los Tratados internacionales, válidamente ratificados y publicados, en relación con la Ley; algunas sentencias, al menos implícitamente, pueden ser invocadas en tal sentido. En Bélgica, a pesar de la carencia de disposiciones constitucionales al respecto, un gran esfuerzo doctrinal, que ha recibido el apoyo públicamente manifestado de un alto Magistrado, parece que arribará a las mismas conclusiones.

Por paradójico que pueda parecer a primera vista, las dificultades de principio se encuentran actualmente en los dos países dotados de un Tribunal Constitucional, es decir, Alemania e Italia. En ambos casos, las dificultades nacen del hecho de que el Tratado de Roma fue ratificado por una Ley ordinaria que no tiene rango constitucional, y que no puede en consecuencia ir en contra de las reglas ni de los principios de la Constitución.

No debo, bien entendido, inmiscuirme en la interpretación de las Constituciones de los Estados miembros. Observaré tan sólo que, en lo que se refiere a Alemania (donde el Tribunal Constitucional no se ha pronunciado hasta la fecha), las objeciones parecen derivar del hecho de que el ordenamiento jurídico de la Comunidad (del que se admite la existencia como distinto del ordenamiento jurídico alemán), acaso no ofrezca a los ciudadanos de la República Federal la plenitud de garantías que les reconoce la Ley Fundamental, en especial en cuanto pueden ser adoptados en la Comunidad actos de carácter legislativo por órganos no parlamentarios (Consejo, Comisión) en supuestos que, en el ordenamiento interno, corresponderían a la potestad legislativa del Parlamento. ¿Qué responder a ello, sino que los Reglamentos comunitarios, incluso los más importantes, no son actos legislativos, ni siquiera «cuasi-legislativos», como a veces se dice, sino actos emanantes de un poder ejecutivo (Consejo o Comisión) que no puede actuar más que dentro de los límites de la potestad normativa que le otorga el Tratado, y bajo el control jurisdiccional del Tribunal de Justicia? El Tratado de Roma, ciertamente, tiene en parte el carácter de una verdadera Constitución, la de la Comunidad (y, en este sentido, está completado por el Protocolo y Anexos que tienen el mismo rango que el Tratado mismo, y no por Reglamentos), pero, por lo demás, tiene sobre todo el carácter de lo que se llama una «ley de bases», proceder perfectamente legítimo cuando se trata de hacer frente a una situación evolutiva, como el establecimiento de un mercado común, y mediante el cual los objetivos a alcanzar y las condiciones a cumplir, ya que no las modalidades de realización, se definen de tal forma que la flexibilidad no excluye la precisión: estamos lejos de las «delegaciones en blanco» que en ocasiones otorgan algunos Parlamentos nacionales. Por tanto, los ciudadanos de la República Federal encuentran en el ordenamiento jurídico comunitario, en especial gracias al control jurisdiccional, garantías, no idénticas, pero sí equiparables a las que su ordenamiento jurídico nacional les aseguraba (antes de las transferencias de competencia resultantes del Tratado) en virtud de la existencia de potestades más amplias del Parlamento. La verdadera cuestión es por tanto, a mi parecer, si la creación de un ordenamiento jurídico como ése, mediante un Tratado ratificado por una Ley ordinaria, es compatible con la Constitución: evidentemente, es éste un problema que sólo el Juez constitucional nacional es competente para resolver.

Parece que el mismo razonamiento es válido para Italia. En este país, como sabe este Tribunal, una sentencia del Tribunal Constitucional de fecha 24 de febrero de 1964 — 7 de marzo de 1964, dictada precisamente a propósito de la Ley de creación del ENEL, consideró que, sin perjuicio de las disposiciones del artículo 11 de la Constitución, era procedente separar la cuestión de la eventual violación del Tratado, resultante de la entrada en vigor de una Ley contraria al mismo (cuestión que, en opinión de dicho Tribunal, sólo atañe a la responsabilidad del Estado en el plano internacional), del problema de la conformidad de la misma ley con la Constitución: al haber sido ratificado el Tratado mediante una ley ordinaria, una ley posterior contraria debe desplegar sus efectos según los principios de la sucesión de leyes en el tiempo, de donde, continúa: «que no ha lugar a enjuiciar si la Ley controvertida viola las obligaciones asumidas por ese Tratado», y que, por las mismas razones, carece necesariamente de objeto la remisión del asunto al Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (que sólo podría ser eficaz para hacer posible la declaración de una violación del Tratado, habida cuenta de la interpretación del mismo Tratado por el Tribunal de Justicia).

Evidentemente, no me incumbe la crítica de esta sentencia. Señalaré únicamente (aunque se trate de una observación más bien formal) que el Tribunal Constitucional se refiere al conflicto entre la ley de que se trate y la ley de ratificación, cuando se trata de un conflicto entre la ley y el Tratado (ratificado por una ley ordinaria). Pero aquello sobre lo que deseo insistir, es sobre las desastrosas consecuencias -el término no es fuerte en exceso- que dicha jurisprudencia, de ser mantenida, podría originar respecto al funcionamiento del sistema institucional establecido por el Tratado, y por ende respecto al mismo futuro del mercado común.

En efecto, como creo haber demostrado, este sistema está basado en la creación de un ordenamiento jurídico distinto del de los Estados miembros, pero que está estrecha, e incluso orgánicamente, ligado con el último, de tal modo que el respeto mutuo y permanente de las competencias respectivas de los órganos comunitarios y de los órganos nacionales es una de las condiciones fundamentales para un funcionamiento del sistema acorde con el Tratado, y en consecuencia para la realización de los objetivos de la Comunidad. Hemos visto, en particular, que ese respeto mutuo exige que las disposiciones self-executing del Tratado y de los Reglamentos legalmente adoptados por los órganos ejecutivos comunitarios reciban aplicación inmediata en los Estados miembros. Así es el ordenamiento jurídico instituido por el Tratado de Roma y corresponde al Tribunal de Justicia, a él tan sólo, declararlo en su caso mediante sus sentencias.

Si viniera a suceder que un Tribunal Constitucional de uno de los Estados miembros, en la plenitud de sus competencias, reconociera que dicho resultado no puede conseguirse en el marco de las normas constitucionales de su país, por ejemplo, respecto a leyes ordinarias contrarias al Tratado que hayan de prevalecer sobre el Tratado mismo sin que órgano jurisdiccional alguno (ni siquiera el constitucional) tenga poder para paralizar su aplicación en tanto que aquéllas no hayan sido derogadas o modificadas por el Parlamento, semejante decisión crearía un conflicto rigurosamente insoluble entre los dos ordenamientos jurídicos y haría vacilar los fundamentos mismos del Tratado. Este no sólo no podría recibir aplicación, en las condiciones por él previstas, en el país en cuestión, sino tampoco, probablemente, en los otros países de la Comunidad; en todo caso, así ocurrirá en aquellos (como Francia) en los que la preeminencia de los Acuerdos internacionales sólo se admite «a condición de reciprocidad».

En estas circunstancias, el Estado en cuestión sólo dispondrá de dos soluciones: o bien modificar la Constitución, para hacerla compatible con el Tratado, o bien denunciar éste. En efecto, dicho Estado estaría obligado, en virtud de la firma del Tratado, de su ratificación y del depósito de los instrumentos de ratificación, respecto a los otros Estados, y no podría permanecer inactivo sin infringir sus obligaciones internacionales. Se comprende pues que la Comisión, que, en virtud del artículo 155, tiene confiada la tarea de velar por la aplicación del Tratado, haya manifestado en sus observaciones al Tribunal la «grave alarma» que le inspira la sentencia de 24 de febrero de 1964.

Es menester añadir que, si he creído que debía presentar estas observaciones, es tan sólo con miras a ilustrar el debate, para permitir que cada uno asuma sus responsabilidades, mas no imagino ni por un momento que Italia, que siempre estuvo en la vanguardia de los promotores de la idea europea, Italia, país de la Conferencia de Messina y del Tratado de Roma, no encuentre el medio constitucional apto para permitir que la Comunidad viva en plena conformidad con las reglas establecidas por el Tratado.

Debo ahora retornar a la resolución del Juez de Paz de Milán. Observamos que éste se ha ajustado plenamente a las disposiciones del artículo 23 de la Ley de 11 de marzo de 1953 que regula la composición y el funcionamiento del Tribunal Constitucional, en especial el siguiente párrafo:

«Cuando el litigio no pueda ser resuelto con independencia de la solución de la cuestión de constitucionalidad, o cuando el órgano judicial no estime que la cuestión suscitada carece manifiestamente de fundamento» (en cuyo caso, según el artículo 24, la resolución desestimatoria de la excepción de la inconstitucionalidad debe ser adecuadamente motivada), «dicho órgano dictará resolución mediante la que, con exposición de los términos y de los motivos de la petición por la que se suscitó la cuestión, ordenará la inmediata remisión de las actuaciones al Tribunal Constitucional y la suspensión del procedimiento en curso».

Por tanto, no es «a ciegas» y de cierto modo automáticamente como el Juez a quien se formula una petición de remisión ha de resolver sobre ésta; está obligado a ejercer un cierto control, lo que el Sr. Costa, en sus observaciones orales, denominó «comprobación previa de legitimidad». En el caso de que se trata, el Juez de Paz ejerció efectivamente ese control, no sólo respecto a la remisión al Tribunal Constitucional de su país, como le obliga la ley italiana, sino también respecto a la remisión a este Tribunal. A mi entender, le asistía la razón, pues estimo que, a pesar de la falta en el Tratado y en el Estatuto del Tribunal de Justicia de disposiciones expresas análogas a las de la ley italiana, es indispensable un control a prior i acerca de la pertinencia de la cuestión de interpretación en relación con la solución del litigio, así como sobre el carácter «manifiestamente carente de fundamento» de la petición de remisión, con el fin de evitar cuestiones puramente dilatorias y la saturación de este Tribunal con remisiones irrazonadas. Pues bien, las observaciones que acabo de expresar bastan para mostrar que el Juez no se hallaba ante un caso que justificara prima facie la denegación de la petición de remisión.

La única cuestión que tal vez se planteaba era la de si, al tratarse en dicho caso de una ley, el Juez podía en derecho rehusar su aplicación en el supuesto de que, a consecuencia de la interpretación dada por el Tribunal de Justicia, hubiera de reconocer que dicha ley era contraria al Tratado. Dicho de otra forma, los órganos jurisdiccionales italianos, aparte el Tribunal Constitucional, ¿están facultados para resolver sobre la excepción de inconstitucionalidad, o por el contrario están obligados, en cualquier supuesto, a remitir el asunto al Tribunal Constitucional? En el último supuesto, el Juez ciertamente habría debido limitarse a la remisión a dicho Tribunal, sin perjuicio de que éste planteara a este Tribunal de Justicia la cuestión de interpretación del Tratado. Pero se trata de cuestiones relativas a la distribución interna de competencias entre los órdenes jurisdiccionales de un Estado miembro, cuestiones en las que no corresponde entrar a este Tribunal. Además, la sentencia que ha de dictar este Tribunal de Justicia podía también surtir efecto respecto al Tribunal Constitucional, que habrá de tenerla en cuenta en su caso: así, la remisión a este Tribunal de Justicia, incluso si fuera prematura en relación con el procedimiento interno, no sería inútil, e incluso habría permitido ganar tiempo. Nos encontraríamos, en suma, ante un supuesto análogo al de un Tribunal que haga uso de la facultad que le reconoce el párrafo segundo del artículo 177 de someter la cuestión al Tribunal de Justicia sin esperar a que se agoten los recursos utilizables en Derecho interno.

Estos son los diferentes motivos, aún si en algunos aspectos pueden parecer abundantes en exceso, pero que creo que debía exponer en razón de su elevada importancia de principio, por lo que estimo que debe rechazarse la excepción de «inadmisibilidad absoluta» opuesta por el Gobierno italiano en sus observaciones.

II. Examen de las cuestiones de interpretación planteadas.

Estas cuestiones son cuatro: artículos 102, 93, 53 y 37.

A.

Artículo 102. Según la resolución de remisión, la violación del artículo 102 derivaría de que, en contra de lo dispuesto en el apartado 1 de dicho artículo, el Estado italiano omitió consultar a la Comisión antes de la aprobación de la Ley de 6 de diciembre de 1962. Se trata ante todo, al igual que respecto a las otras cuestiones, de averiguar lo que, en la cuestión planteada, se relaciona con la interpretación.

Hay a mi entender dos problemas de interpretación de posible interés para la solución del litigio, de los que por otra parte el segundo sólo tiene carácter subsidiario:

1)

La inobservancia por un Estado miembro de la formalidad prevista por el artículo 102, ¿origina de pleno derecho la disconformidad de la disposición con el Tratado, de modo que los Jueces nacionales estén obligados a no aplicarla?

2)

En caso afirmativo, ¿cuál es el alcance de la formalidad? En particular, la irregularidad consistente en la falta de consulta oficial por el Gobierno interesado ¿puede ser subsanada mediante prueba de que la Comisión tuvo conocimiento del proyecto en circunstancias que le permitían dirigir eventualmente al Estado miembro las recomendaciones necesarias?

La respuesta al primer interrogante me parece que ha de ser negativa. Estamos en un Capítulo, bastante breve, titulado «Aproximación de las legislaciones». Es evidente que, mientras no hayan sido «aproximadas» las legislaciones, es decir, modificadas (excepto la que eventualmente sirviera de modelo para la aproximación), aquéllas permanecen vigentes: por lo demás, el Consejo actúa en ese terreno mediante «Directivas», de conformidad con el artículo 100. En cuanto a los artículos 101 y 102, contemplan el supuesto de que, antes de proceder a la aproximación y de que ésta surta los efectos esperados, se compruebe que la divergencia existente entre las legislaciones «falsea las condiciones de competencia en el mercado común y provoca, por tal motivo, una distorsión que debe eliminarse». En dicho supuesto, se distingue según la distorsión derive de disposiciones existentes (artículo 101) o de disposiciones proyectadas «cuando exista motivo para temer» que puedan provocar una distorsión (artículo 102). En el caso del artículo 101, no puede ponerse en duda que las disposiciones vigentes siguen estándolo en tanto no sean modificadas, en su caso, a consecuencia de Directivas del Consejo, como en el supuesto del artículo 100.

Queda el artículo 102. Este tiene evidentemente por objeto prevenir con vistas a evitar el hecho consumado: es preferible sin duda evitar la aprobación de una disposición legislativa o de otro rango que puede provocar la distorsión, antes que intentar con posterioridad su supresión; de ahí el procedimiento de consulta previa regulado por el artículo 102. ¿Debe, sin embargo, reconocerse por ello carácter self-executing al artículo 102, de modo que los Tribunales nacionales puedan, en interés de los particulares, sancionar su violación?

No lo creo así. En efecto, ello sería reconocer a los órganos jurisdiccionales nacionales la competencia de apreciar el «temor» de distorsión que la disposición puede provocar, en el sentido del artículo 102, lo que supone un juicio de valor, delicado en mayor o menor medida, que no puede ser emitido razonablemente al margen de toda intervención de los órganos de la Comunidad, en especial de la Comisión. Descarto, sin duda, la idea de que el Estado interesado pueda juzgar por sí solo en esa materia y disfrute de potestad discrecional para consultar, o no, a la Comisión: a ésta le corresponde pronunciarse objetivamente sobre la justeza del «temor», y hacer uso eventualmente de las facultades que le confiere el artículo 169 para obtener la declaración por el Tribunal de Justicia del incumplimiento del Estado que no haya procedido a la consulta previa. Añadiré que, de hecho, la Comisión dispone de los medios de información suficientes para poder intervenir en el momento oportuno, al menos en los casos importantes, en especial cuando se trata de normas legislativas, que, en nuestros países, no son precisamente clandestinas. En el caso presente, sabemos que así ha sucedido.

Sobre el segundo interrogante, que no analizo, pues, más que con carácter eventual, me inclinaré por aceptar la siguiente interpretación: la formalidad prevista por el artículo 102 tiene ciertamente carácter obligatorio para el Estado interesado. ¿Con qué requisitos debe cumplirse dicha formalidad? A mi entender, sólo puede cumplirse mediante una comunicación oficial dirigida por el Gobierno a la Comisión: una pregunta parlamentaria, por ejemplo, no puede reemplazar a aquella comunicación. Si se trata de un proyecto de Ley, parece razonable exigir que el mismo sea comunicado antes de su presentación al Parlamento, o cuando menos, antes de que el procedimiento parlamentario esté demasiado avanzado, y el Gobierno comprometido en mayor o menor medida en el plano interior.

Pero en cuanto a la sanción de la obligación, pienso que no ha de consistir necesariamente en la declaración de incumplimiento de sus obligaciones por el Estado, que habría de ser pronunciada por otra parte por el Tribunal de Justicia. Si está acreditado que la Comisión tuvo perfecto conocimiento del proyecto en momento oportuno para entrar en comunicación con el Gobierno interesado, y que (como en este caso) aquélla se abstuvo de intervenir con pleno conocimiento de la situación, creo que la irregularidad ha de considerarse subsanada. No debe exagerarse el formalismo en las relaciones entre la Comisión y los Estados miembros, que deben estar impregnadas del espíritu de colaboración indispensable para la buena aplicación del Tratado.

Una vez más, no he presentado estas observaciones más que con carácter subsidiario, pues estimo que la violación por un Estado miembro de sus obligaciones derivadas del artículo 102 sólo puede ser objeto del procedimiento de los artículos 169 a 171, y que no puede originar la nulidad o la inaplicabilidad, sancionada por los Tribunales nacionales, de la disposición adoptada con inobservancia de lo prescrito por aquel artículo.

B.

Artículo 93. Respecto al artículo 93, daré una respuesta análoga. Pienso que las obligaciones de los Estados miembros derivadas del apartado 3 de dicho artículo («la Comisión será informada de los proyectos dirigidos a conceder o modificar ayudas con la suficiente antelación para poder presentar sus observaciones») sólo pueden ser sancionadas por el procedimiento de los artículos 169 a 171. En cuanto a la compatibilidad del proyecto con el mercado común «con arreglo al artículo 92», de la que depende la eventual violación del Tratado, basta leer dicho artículo 92, en especial su apartado 3, para convencerse de que la cuestión de la compatibilidad implica también un delicado juicio de valor, que afecta directamente a los intereses económicos o políticos del Estado interesado, apreciados en relación con las necesidades del mercado común, juicio que está fuera de lugar dejar únicamente a la apreciación de los Tribunales nacionales, sin intervención alguna de las autoridades comunitarias ni de los Gobiernos. Me parece pues imposible reconocer el carácter de disposición self-executing al artículo 93.

C.

Artículo 53. Se trata en este caso del derecho de establecimiento. El Juez de Paz de Milán atiende a este artículo porque «la Ley de 6 de diciembre de 1962 establece en Italia restricciones a la constitución y a la explotación en territorio italiano de empresas y de sociedades de otros Estados miembros para la producción y venta de energía eléctrica».

De esta observación parecen desprenderse dos cuestiones de interpretación:

La primera se relaciona, también en este caso, con el carácter self-executing, o no, de la disposición de que se trata. La misma está así redactada: «Los Estados miembros no introducirán nuevas restricciones al establecimiento en su territorio de nacionales de otros Estados miembros, sin perjuicio de las disposiciones previstas en el presente Tratado.»

Creo que se trata de una disposición self-executing, contrariamente a la opinión que he mantenido respecto a los artículos 102 y 93. La regla es clara, precisa y no requiere, a mi parecer, ni examen previo por parte de la Comisión o los Gobiernos, ni un juicio valorativo: estamos en este caso más cerca de reglas como las de los artículos 12 o 31, relativas al «standstill» en materia de derechos de aduana y de restricciones cuantitativas.

Ahora bien, y esta segunda interpretación es la que creo adecuada, el artículo 53, a mi entender, sólo puede ser interpretado a la luz del artículo 52. Pues bien, este último se refiere a «las restricciones a la libertad de establecimiento de los nacionales de un Estado miembro en el territorio de otro Estado miembro», y la libertad de establecimiento misma es definida por el párrafo segundo como sigue: «La libertad de establecimiento comprenderá el acceso a las actividades no asalariadas y su ejercicio, así como la constitución y gestión de empresas y, especialmente, de sociedades, tal como se definen en el párrafo segundo del artículo 58, en las condiciones fijadas por la legislación del país de establecimiento para sus propios nacionales […]». Basta pues, para que sea respetado el artículo 53, que no se establezcan restricciones nuevas con efecto discriminatorio entre los nacionales de los Estados miembros; por tanto, no se suscita la cuestión si la medida de que se trata no lleva consigo tal discriminación. Sin duda, es posible que determinadas restricciones a la libertad de establecimiento de los no nacionales deriven de una medida adoptada por un Estado miembro, en caso de nacionalización por ejemplo, pero tal medida, perfectamente lícita en sí misma con arreglo al artículo 222, no será contraria al artículo 53 si los requisitos de acceso al ejercicio de la actividad en cuestión se restringen, o ya no existen, de igual forma respecto a los nacionales, y sin discriminación alguno de los no nacionales. Sé que así sucede en el caso de ENEL, pero al Juez nacional le corresponde declararlo así.

Adoptaré pues en este problema la primera de las dos interpretaciones contempladas por la Comisión en sus observaciones, dado que la segunda me parece que se sitúa fuera del ámbito de las reglas sobre el derecho de establecimiento tal como resultan de los artículos 52 y siguientes.

D.

Artículo 37. En este caso, la resolución de remisión es particularmente lacónica: «Considerando, se dice, en último lugar, que el artículo 37 del Tratado constitutivo de la CEE es relevante porque la Ley de 6 de diciembre de 1962 establece un nuevo monopolio de Derecho público que excluye a los nacionales de otros Estados miembros.»

A propósito del artículo 37, creo discernir dos cuestiones de interpretación de posible interés para la solución del litigio:

1)

¿Cuál es el ámbito de aplicación de este artículo y, en especial, es dicho artículo aplicable a un servicio público de producción y de distribución de energía eléctrica, como el ENEL?

2)

En caso afirmativo, ¿tienen carácter self-executing, al menos parcialmente, las disposiciones del artículo 37?

Primera cuestión. El Gobierno italiano y el ENEL se apoyan sustancialmente en el carácter de servicio público que presenta el organismo de que se trata para sostener que su actividad no cae en el ámbito de aplicación del artículo 37. En particular, insisten en que dicha actividad es ajena a la de los «monopolios comerciales», los únicos contemplados por el artículo 37, y que afectan principalmente a los intercambios entre los Estados miembros. Resaltan, además, que la creación del ENEL se realizó con el fin esencial de poner fin a los carteles que anteriormente detentaban una verdadera posición de monopolio, y que, en consecuencia, su creación, lejos de ir contra las reglas del Tratado, es plenamente acorde con sus objetivos.

Estoy convencido de que hay gran parte de verdad en estas observaciones. Sin embargo, desde el punto de vista jurídico, las mismas no son plenamente determinantes. En efecto, el Tratado, cuando menos el artículo 37, no se aventuró en distinciones fundadas en el servicio público, y se entiende porqué. Se trata de un concepto que varía notablemente de un país a otro, y por tanto su definición precisa, ya difícil en Derecho interno, es sin duda imposible en el plano comunitario.

El artículo 37 forma parte del Capítulo relativo a la supresión de las restricciones cuantitativas entre los Estados miembros. No obstante, el Tratado ha reconocido que los monopolios comerciales presentan al respecto un problema particular que, a menos de su supresión pura y simple, que no fue ordenada, exigía medidas de adaptación progresiva que desbordan el marco de un mero incremento aritmético de los contingentes como en el caso del artículo 33. No por ello deja de ser objetivo fundamental la «libre circulación de las mercancías», con arreglo a la denominación del Título I, bajo el que figuran las disposiciones en cuestión, y las restricciones contempladas son aquellas que se oponen a esa libre circulación en condiciones discriminatorias entre los nacionales de los Estados miembros.

Bajo esta luz debe ser entendida la noción de «monopolios nacionales de carácter comercial» a los que se aplica el artículo 37, y que además son definidos por el párrafo primero del mismo artículo: «Las disposiciones del presente artículo se aplicarán a cualquier organismo mediante el cual un Estado miembro, de iure o de facto, directa o indirectamente, controle, dirija o influya sensiblemente en las importaciones o las exportaciones entre los Estados miembros. Tales disposiciones se aplicarán igualmente a los monopolios cedidos por el Estado a terceros.» (Monopolios cedidos que son evidentemente aquellos que entran en la definición que acaba de darse.)

Este texto, situado así en su contexto, como es debido, me parece perfectamente claro: no es la forma jurídica lo que importa, ni siquiera la naturaleza jurídica del organismo dentro del Derecho público nacional, sino la función efectiva que juega el organismo en los intercambios entre los Estados miembros.

No se puede pues descartar a priori un servicio público, dado que se trata de un servicio público industrial o comercial, del ámbito de aplicación del artículo 37. Sin embargo -y aquí sí son pertinentes las observaciones del Gobierno italiano y del ENEL-, es obvio que no será ése el supuesto de un servicio público como el de producción o incluso distribución de energía eléctrica, cuyo fin principal no es evidentemente hacer de esta producción o distribución objeto de comercio internacional; sólo podría entrar el supuesto en el ámbito del artículo 37 si, aun cuando no constituyera la finalidad principal del organismo en cuestión, sus ventas de energía al extranjero alcanzaran o pudieran alcanzar un volumen tal que debería considerarse que el organismo de que se trata influye o puede influir «sensiblemente» en el comercio entre los Estados miembros. Sin duda, la palabra «sensiblemente» sólo se relaciona gramaticalmente con el término «influya», y no con los dos verbos precedentes («controle» y «dirija»); no obstante, la influencia sensible, actual o potencial, en las importaciones o las exportaciones entre los Estados miembros, es lo único relevante, habida cuenta de la finalidad de las disposiciones controvertidas y ello tanto si dicha influencia se manifiesta o puede manifestarse como efecto de una potestad de control o de dirección, como si así sucede de cualquier otro modo. Corresponde en su caso a los Estados miembros proceder a las adecuaciones progresivas necesarias, y a la Comisión dirigir a los mismos toda recomendación apropiada, cumpliendo con lo dispuesto en el apartado 6.

En el caso presente, me parece cierto que no puede considerarse que el organismo de que se trate tenga una «influencia sensible» en el comercio entre los Estados miembros, ya que el «comercio internacional» del ENEL se limita a algunos intercambios fronterizos entre Italia y Francia. En cuanto a la influencia «potencial» resultante de la potestad de dirección y de control del organismo por el Estado, a la Comisión corresponde apreciar si aquélla tiene entidad suficiente para someter al organismo referido a medidas de adecuación basadas en el apartado 1, así como dirigir, en su caso, al Estado de que se trata las recomendaciones previstas en el apartado 6; pero, entretanto, las disposiciones vigentes, que son, posiblemente, anteriores a la entrada en vigor del Tratado, se mantienen en el ordenamiento interno y deben ser aplicadas por los Tribunales nacionales.

Recordaré que en virtud del artículo 90, los intercambios, incluso si son pequeños, efectuados por «empresas encargadas de servicios de interés económico general» quedan sometidos a las normas del Tratado, al menos en principio, y en especial a las normas sobre la competencia sin que a ello se oponga la falta de aplicación del artículo 37.

Segunda cuestión. ¿Tienen o no carácter self-executing las disposiciones del artículo 37? He respondido ya a esta cuestión en sentido negativo, en lo que se refiere al apartado 1. Me parece obvio que las disposiciones del apartado 1 del artículo 37, completadas por las de los apartados 3 a 5, no son directamente aplicables en el orden interno: se trata de una adaptación progresiva del monopolio que debe ser realizada por los Estados miembros, con arreglo a las recomendaciones que la Comisión está facultada para dirigir a los mismos en virtud del apartado 6. Por el contrario, la dificultad surge respecto a la regla de standstill enunciada por el apartado 2.

Es cierto, en efecto, que a priori una regla de standstill debe ser observada con mayor rigor que una regla relativa a un programa de adaptación. Por otra parte, aquí volvemos a encontrar la fórmula drástica de los artículos 12 y 31: «los Estados miembros se abstendrán […]», que la jurisprudencia de este Tribunal ha interpretado como no opuesta a una aplicación directa por parte de los Jueces nacionales. Además, el artículo 37, no obstante su objeto, tendente a solucionar el problema particular de los monopolios, forma parte del Capítulo 2 del Título I, Capítulo relativo a la supresión de las restricciones cuantitativas entre los Estados miembros: el apartado 2 del artículo 37 se revela así como la reiteración y la adaptación al supuesto del monopolio, de la regla de standstill enunciada en el artículo 31, que este Tribunal ha considerado directamente aplicable.

Serían por tanto necesarias razones muy poderosas para descartar el reconocimiento del efecto directo del apartado 2 del artículo 37, como las que creo haber deducido respecto a los artículos 102 y 93. ¿Es éste el caso?

A mi entender, debe hacerse una distinción entre la primera y la segunda parte del texto.

En la primera parte, se dice que «los Estados miembros se abstendrán de cualquier nueva medida contraria a los principios enunciados en el apartado 1». El término «principios» es elocuente por sí mismo: es casi imposible saber si una medida es o no contraria a los «principios» del apartado 1 sin llevar a cabo una apreciación en mayor o menor medida subjetiva y difícil, que interfiera inevitablemente en el carácter general del programa de adecuación establecido, o que pueda establecerse con arreglo al apartado 1. Dicha apreciación no puede realizarse razonablemente fuera del marco de las discusiones entre la Comisión y el Estado o los Estados miembros interesados: es una cuestión que se relaciona ante todo con las relaciones Estados — Comunidad, y la eventual violación por un Estado miembro de la primera parte del apartado 2 del artículo 37 sólo puede ser objeto del procedimiento de los artículos 169 a 171.

Por el contrario, creo que no sucede lo mismo en lo relativo al apartado 2 del artículo 37: «[…] o que restrinja el alcance de los artículos relativos a la supresión de los derechos de aduana y de las restricciones cuantitativas entre los Estados miembros». En efecto, aquí volvemos a una aplicación más directa de la regla de standstill en materia de aduana y contingentes. Es cierto que el texto no contempla tan sólo las medidas que, en sí mismas, constituyan el restablecimiento o el aumento de los derechos de aduana, el restablecimiento o la minoración de los contingentes, sino las medidas que «restrinjan el alcance de los artículos relativos» a la supresión, lo que puede dar lugar a un margen de apreciación. Sin embargo, pensamos que la apreciación, en ocasiones tal vez difícil, que pueda ser precisa en algunos supuestos, no debe ser un obstáculo para que los órganos jurisdiccionales nacionales apliquen la norma en beneficio de los interesados, pues la regla de standstill está directamente afectada en este caso, y su violación puede causar una lesión inmediata de los derechos de los particulares y de las relaciones jurídicas privadas. Sin embargo, en mi opinión, la sanción sólo puede tener lugar respecto a las medidas de restricción efectivas que incidan directamente en los «derechos adquiridos» que los particulares ostenten en virtud de la normativa vigente: una restricción meramente «potencial», a mi entender, sólo puede ser objeto de la apreciación de la Comisión, así como del procedimiento de los artículos 169 a 171.

Propongo en conclusión:

1)

Desestimar la excepción de «inadmisibilidad absoluta» propuesta por el Gobierno de la República Italiana.

2)

Declarar que los artículos 102, 93, 53 y 37 del Tratado deben ser interpretados como sigue:

a)

El incumplimiento por un Estado miembro de las obligaciones que le incumben en virtud del artículo 102 sólo puede ser objeto del procedimiento de los artículos 169 a 171 y no puede originar la nulidad o la inaplicabilidad, sancionada por los Tribunales nacionales, de la disposición adoptada con inobservancia de las disposiciones de dicho artículo.

b)

El artículo 93 debe ser interpretado en el mismo sentido.

c)

El artículo 53 produce efectos inmediatos y genera derechos individuales que los órganos jurisdiccionales nacionales deben salvaguardar, y debe ser entendido, puesto en relación con el párrafo segundo del artículo 52, en el sentido de que prohibe toda nueva restricción a la libertad de establecimiento que entrañe discriminación entre los nacionales de los Estados miembros.

d)

El apartado 2 del artículo 37 produce efectos inmediatos y genera derechos individuales que los órganos jurisdiccionales nacionales deben salvaguardar, respecto a las nuevas medidas adoptadas por un Estado miembro que supongan efectivamente ya sea el establecimiento de nuevos derechos de aduana o de exacciones de efecto equivalente, o el incremento de los mismos, ya sea el establecimiento de nuevas restricciones cuantitativas o de medidas de efecto equivalente.

3)

Declarar que corresponde al Juez de Paz de Milán resolver sobre las costas de este procedimiento.


( *1 ) Lengua original: francés.